“Querido diario:
En quinto curso tuve una maestra que acostumbraba a llamarme holgazán delante de toda la clase. Siempre me escogía para leer delante de todos. Sabía que yo no era capaz de leer ni de hablar muy bien, y que cuando leo debo hacerlo muy lentamente. Todos se reían de mí y me trataban como a un tonto. Odiaba la escuela. Desde aquel año nunca he sido capaz de leer en voz alta y aún me asusta la idea de que la gente se ría de mí y me llame estúpido.”
Cómo docentes, tenemos el privilegio de dejar huellas imborrables en nuestros estudiantes, pero la verdadera cuestión es, si estas huellas son positivas.
Avergonzar a nuestros niños no va a hacer que el conocimiento llega a ellos, lograremos el efecto contrario, sólo haremos que el resentimiento llegue a sus corazones y desde luego, en vez de amor a la escuela y específicamente al hábito de leer, se convertirá en una gran tortura para ellos.
Cuando hacemos algo que odiamos, lo más probable es que no nos va a salir bien, el hecho de poder dejar esas marcas en nuestros estudiantes nos invita a que estas sean positivas. Enseñar a una persona en medio de resentimientos, lo único que puede provocar es una sociedad igual, llena de amarguras.
Ser maestro, más que un título o una profesión, debe ser una vocación; en nuestras manos, tenemos a muchas personas, que seguramente en un futuro cosecharán nuestras enseñanzas.
“Más que de dinero, una sociedad debe depender de educación y capacidad de entendimiento que como docentes generemos en cada persona que en algún momento de su vida dependa de nosotros”: